Por Ilian Ante, periodista
Hay una generación que dejó de esperar. No porque no haya amado la vida, sino porque la vida les cobró caro cada intento. Entre la resignación y la lucidez, una voz íntima revela el cansancio de quienes sostuvieron todo y un día decidieron soltar.
Hay muchas cosas que no haría, y otras que ya no me interesa intentar. Hubo un tiempo en que soñaba sin permiso, que hacía planes como quien escribe una promesa en el aire.
Pero me caí tantas veces que, de tanto levantarme, se me gastaron las ganas.
No quiero nada. No es tristeza, es silencio.
Es como si la vida hubiera cerrado por inventario y me hubiera dejado afuera.
Ya pasó mi época de planear y soñar.
Lo que no hice, no lo haré. Y, de algún modo, en esa certeza, hay una paz que también duele.
La voz de esta mujer -que prefirió quedar en el anonimato- no es una excepción, sino un eco.
Ecos de una generación que sobrevivió a la intemperie, a la inestabilidad, a las crisis que prometían ser “la última vez”.
Personas que sostuvieron la vida cotidiana mientras el futuro se achicaba hasta caber en un día a la vez.
Y un día, sin que nadie lo notara, dejaron de desear.
Desde la filosofía podríamos decir que han renunciado al deseo, ese motor invisible que mantiene al ser humano en movimiento.
Sin deseo, la existencia se vuelve pura supervivencia.
Pero incluso esa renuncia encierra un gesto de libertad: la libertad de no seguir esperando.
Una decisión íntima, casi sagrada, de no volver a ilusionarse para no volver a dolerse.
Sin embargo, debajo de esa quietud hay un pulso. Porque nadie se resigna del todo.
Incluso en la frase “ya no quiero nada” late un resto de deseo: el deseo de no sufrir.
Y ese deseo mínimo, casi invisible, es el que aún puede encender algo.
La sociedad mira a estas personas como si se hubieran apagado, pero en realidad son el espejo de su propio cansancio.
Su resignación no es individual, sino estructural, nace de una cultura que desgasta, de una sociedad que ya no quiere votar, de un Estado que no cuida, de un país que promete y olvida.
Son los cuerpos del agotamiento colectivo, los que cargaron con todo y ahora eligen descansar, aunque ese descanso parezca rendición.
Quizás el desafío no sea reprocharles su calma, sino aprender a escucharla.
Porque cuando alguien dice “ya no quiero nada”, lo que realmente está diciendo es:
“ya no quiero seguir solo, ni seguir perdiendo”.
Y tal vez, si como sociedad volviéramos a ofrecer un futuro creíble, esa paz que ahora duele podría, algún día, volver a ser esperanza.
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